En mi infancia mi padre nos regaló a mi y a mi hermano una escopeta de balines. Casi todos los días íbamos al campo a casa de mis abuelos y allí mi hermano y yo andábamos a piques a ver quien rompía más botellas o le daba a las latas viejas a mayor distancia. La pobre escopeta aguantó muchos años de maltrato hasta que cumplí 18 y me fui a la marina de guerra.
Como parte de la instrucción, aunque para un marinero era inútil, nos llevaron un día a pegar 10 tiros, no había presupuesto para más. El problema es que había que dispararlos con esto:
Un cacharro viejo y oxidado, largo, pesado y que tenía un retroceso tan fuerte como la coz de una mula.
Nos pusieron a 50m. de la diana y comenzamos a disparar. Yo apunté igual que hacía con mi querida escopeta de balines, pero con más pausas entre tiro y tiro, el retroceso me movía fusil para todos los lados y tenía que volver a apuntar con cuidado. Cuando terminé miré a la diana y no vi ni un agujero, no le había ni acertado una vez, pensé.
Me acerqué a la diana con un cabo a contar los aciertos, yo ya me esperaba un broncazo por inútil. Pero ahí estaban los 10 agujeros en la diana, justo en el centro, agrupados en una circunferencia como la boca de un vaso. El cabo se me quedó mirando extrañado, no comprendía como un tipo con gafas como yo podía haber hecho aquello. Y me dijo: "Fenómeno, tirador selecto, pero te has equivocado entrando aquí, tenías que haberte ido a la infantería."
Lo único que se dio bien en la vida fue disparar, paradójico en una persona tan pacífica como yo, aunque hoy en día disparo de pena. Luego la gente se escandaliza cuando les digo que me gustan las armas.