Avanzaba, sin querer llegar, hacia el departamento en donde vivo, junto con dos personas. Cada paso era una palabra, las palabras acumuladas hasta la mitad del camino formularon un par de expresiones: qué me espera, realmente no tengo ánimos de llegar ni continuar la rutina del día de hoy. En un punto del camino me encontré una necesidad que aguijoneaba mi mente: "quiero exteriorizar esta sensación..." - me dije. Ante esta urgencia, afronté un cuestionamiento obvio: dónde o con quién podré compartir esta sensación de incomodidad. Recordé aquellas dos ocasiones en las que compartí en este foro un par de experiencias similares. Me asaltaron inquietudes momentáneas que, de forma accidentada, presenté a través de preguntas y experiencias personales. Seré franca. En aquellos momentos me complació bastante las respuestas generadas (no me importaba demasiado los comentarios a favor o en contra, saber que algunas personas leyeron mis palabras produjo en mí
una sensación de pertenencia), pero ese gusto se desvaneció muy pronto.
Ustedes podrán reconocerse o reconocer a otros en el siguiente intento de auto-descripción. Creí (aún creo) que en mi persona, en las profundidades de mi carácter, actitud y existencia, prevalece una inclinación al menosprecio autoinfligido y a la depresión. Sí, padezco del síndrome del patito feo o como se lee en una canción popular "nadie me quiere, todos me odian, mejor me como un gusanito". Algunos pueden decir: ¡ay!, pobrecita; ánimo, tú eres muy imporante bla, bla. Otros tantos podrán opinar: ya, dejate de chingaderas y échale pa delante. Ambas opiniones son ciertas, pero yo me he apegado a la segunda. Ésta ha sido mi más recurrente trinchera ya que considero que la felicidad y la tristeza son estados interiores. Para desgracia mía, esa trinchera, en ocasiones, me ha causado daño y, por tanto, he recurrido a la otra perspectiva que para colmo de males, también, ha sido un detonador de situaciones desgraciadas. Prácticamente, me he movido como pelotita de pin pong y presiento que no he tenido la suficiente capacidad de atención para sacar provecho de mis experiencias (¡ajá!, otra vez).
Segui avanzando, poco más de la mitad del recorrido, y mis pensmientos se entrelazaban espantosamente sin que pudiera encontrarles un orden. Mi principal temor amenazaba con agrandar esta fastidiosa sensación; la duda, la espantosa duda me llenaba la cabeza de suposiciones: la escritura podría aliviar momentáneamente este peso, pero no anularía completamente esta sensación. ¿Qué hacer cuando no alcanzamos a anotar y, por tanto, entender con lucidez lo que nos ocurre?
Faltaban dos calles por avanzar. Pude dar vuelta, refugiarme en una tiendita de autoservicio o vagar por las calles entrecruzadas de la ciudad. Avancé unos pasos más. Mi mirada se encontró con el cuerpo de una mujer que sollozaba amargamente. No atiné a elegir un palabra o un gesto, desvíe la mirada y me centré en avanzar, pasé a un costado de la mujer y escuché sus sollozos. Continúe avanzando. Dos metros adelante me recriminé: carajo, pudiste preguntarle si necesitaba ayudaba. Ella quedó esperando frente a una puerta, presionaba el timbre y esperaba ver abrirse la puerta. Yo continúe caminando mientrás me reprochaba.
Llegué al departamento. Apresuré mis pasos hacia mi cuarto, encendí la laptop y recapitulé el recorrido de mis pasos y pensamiento. La necesidad surgió repentinamente. Yo deseaba expresar esa sensación que me embargó súbitamente, pero encontré un problema: no sabía cómo definir dicha sensación. ¿Tristeza?, ¿odio?, ¿incomodidad?, ¿qué era?... ahora, al recordar la secuencia de mis pensamientos surge una palabra que se propaga como un espeluznante eco: vacío. Ha habido vacío en mis días, he propagado el vacío (si es que éste se puede propagar). Este término me parece el más adecuado cuando no acierto a acomodar las palabras y expresar mis ideas.