Se acerca el fin de semana y aquí encerrado en mi batcueva, con el pantallón iluminado permanentemente con datos insustanciales, pretendo narrar un hecho sucedido esta semana, con un deje de pesadumbre y un poso de amargura en mi memoria.
Es la tristeza de tragedia griega que genera la experiencia de un fóbico social cuyos anhelos le hacen acercarse a los demás, abrirse en canal su alma para que todos puedan percatarse acerca de lo que piensa y siente y que, por otro lado, su mal le impide realizar esto de la manera y forma socialmente aceptable, teniendo que conformarse con una vida que no es vida, en una pantalla de televisión. Entretenimiento, cine, juegos, foros, cibercharlas, cibersexo, ciberpollas... Esto no es lo que quiero pero no puedo alcanzar más.
Día 22 de septiembre de 2011. Hora: cercana al mediodía. Lugar: mi centro de trabajo.
Prosigue mi rutina que, gracias a Dios, ya domino en su práctica totalidad. O eso es lo que creía porque estoy a punto de padecer otro Factor T. "¿Y qué es el factor T?" -me pregunto sin sorpresa y respondo con cara de pocos amigos: Factor Tomate. Factor Timorato. Factor Tarambana. Factor Timidez. Factor Tontolaba. Factor Tequieresesconderperonopuedes.
No atiendo al público. No porque no quiera. Es porque no puedo. ¿A quién se le ocurriría poner a un paralítico cerebral como repartidor de pizzas? A nadie. Existen trastornos y discapacidades bien conocidas por todos (unas más que otras) y a las personas que las padecen se les trata de dar alguna salida laboral más o menos digna. Es justo. Nuestra sociedad avanzada no les relega a una esquina para que den pena y pidan dinero como en los tiempos de "El lazarillo de Tormes".
Sin embargo, ¿quién entiende hoy en día las implicaciones de la fobia o ansiedad social? Muy pocos. Y lamentablemente ayer se volvió a repetir el factor T. ¡Aquí hay tomate pero del bueno! Yo sería el primero a quien le encantaría poner cara agradable, no sudorosa y responder a las cuestiones de una bonita y joven administrativa en materia laboral de forma profesional, con la libertad y la seguridad de estar dando a los demás una imagen del yo con el que convivo todos los días y al que tengo tanto aprecio porque creo que soy un tío cojonudo y a veces genial pero con una grave discapacidad y profundos déficits de memoria. Pero no puedo. NO PUEDO.
Día tras día choco con la realidad de mi vida profesional, claramente capada, para que encaje con mis habilidades y talentos que, de no haber sido víctima de esta discapacidad, de seguro me hubieran llevado más lejos, tanto en el apartado laboral como en el sentimental. Lo cierto es que mi hipopituitarismo de nacimiento ha provocado que yo sea lo que siento que soy ahora: un hombre traicionado por sus sentimientos cuyo patetismo causa una cierta dosis de conmiseración por parte de sus compañeros, lo cual agradezco porque podría convertirse, como ha sucedido otras veces, en una fría y descarada burla.
En un mundo paralelo yo podría tratar de responder con la rapidez de una flecha, la seguridad de un tanque, la precisión de un bisturí y la gracia de un florete. En el mundo para lelos que yo habito respondí con la parquedad de un funcionario de los años 70, con los titubeos de un anciano enfermo de Parkinson, las prisas de un adolescente en su primera vez y el ardor de un horno de leña en plena combustión. Inaceptable pero cierto. Es mi vida, lo veo todos los días.
Termino mi narración insinuando que la realidad supera la ficción. Si, tras este relato, pensáis que fue malo, el malo fui yo contándolo. Fue todavía peor. Y se repetirá a no más tardar la próxima semana.
Seguiré informando puntualmente. Mientras tanto, otra bellísima (para mí) mujer pensará que soy idiota. Y es algo que no puedo soportar...
No os preocupéis, se me pasará...