A muchos os pasará, pero esto es demasiado. Cualquier objeto para mí representa una etapa en mi vida y por ende me cuesta desprenderme de él. Me recuerda a ciertas personas y a determinados momentos que, ya fueran malos o buenos, forman parte de mi historia personal. Hasta los que me recuerdan malos momentos tienen una impronta mística. No es que sea Síndrome de Diógenes, pero tengo querencia a los objetos, nunca por el tema económico sino por un tema sentimental. Tengo un MSX de 64 K programable en Basic que me niego a tirar o a regalar. Mi madre en ese sentido es como una máquina de reciclar, le gusta tirarlo todo, y así muchas personas. Móviles tengo un saco, desde el más antiguo. Pero eso entra dentro de lo normal, supongo.
Lo que no es normal es que se me empañen los ojos cuando quito un póster de la pared que pusimos entre mi padre y yo (mi padre está más sano que un roble, pero así soy yo), hace cinco años, y que lo guarde como una pieza de museo, o que al cambiarme de piso (he estado alquilando varios años), ídem. Incluso mover un objeto que alguna persona apreciada por mí ha colocado en una estantería, aunque fuera ayer mismo, es algo de lo que no soy capaz. Le rindo culto. En una ocasión mantuve en la encimera una botella de aceite de 5 litros que compró una persona importante para mí, y ahí la dejó después de cenar. En esos días estaba solo en el piso (suelo vivir solo) y aquello era como un santuario para mí (todo limpito, no penséis mal). Hasta los dibujos del Pictonary de tiempos ancestrales, los conservo. Y las notas en post-it que mi madre me puso hace años sobre cómo lavar la colada en la lavadora, cuando me fui a vivir solo.
Está claro que esto es la punta del iceberg de una dependencia emocional fuerte. También refleja miedo a los cambios, supongo, y una pizca de negatividad y depresión. Cómo es posible que llegue a soltar alguna lágrima por cosas así, y después soy un auténtico cabrón en otras cosas, incluso con las personas implicadas...