Recuerdo que, cuando era pequeño, el ambiente en casa de mis padres lo soportaba mejor cuando estaba encendida la televisión, ya que, de ese modo, sentía que la probabilidad de discusión entre mis progenitores era más baja.
Además, ése era el único modo de poder escuchar seres humanos dialogando y riendo, ya que la comunicación en aquel sórdido hogar (peleas aparte) era deficiente de por sí.
También era casi el único modo de poder introducir algún tema neutro a partir del cual intentar charlar, con la esperanza de poder atisbar algún amago de sonrisa o de bienestar en ellos. A colación de la emisión del momento, me dedicaba a escoger temas que sabía con certeza que no iban a provocar enfrentamientos y que les iban a distraer, e incluso a acercar. Pero la alegría siempre duraba poco.
La cuestión es que llegué a asociar la televisión apagada a silencio amenazador. Menos mal que aquella triste época quedó muy atrás, y ahora es precisamente un aparatejo de esos activo lo que me pone enfermo.
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