Cuando yo era pequeña viví muchas aventuras. Fue la infancia más feliz que os podáis imaginar.
Había días en que caminaba una hora desde mi casa al pueblo más cercano, porque mi padre decidía llevarse el coche y no había otra forma de moverse desde el pueblo a casa y viceversa. No iba sola, claro, porque era muy pequeña y yo no sabía comprar, no sabía contar el dinero siquiera, y era un camino solitario, así que la aventura solía suceder con mi madre y mi hermano. Caminábamos una hora bajo el sol, en verano o en invierno. Recuerdo cuando me llevaron por aquel camino transportada en un carrito de bebé porque me había roto la pierna a los 4 años, y empujaban las ruedas por el terreno árido, y la panadera me preguntaría por qué iba tan mayor montada el carro, ya que tras el mostrador no podía ver la pierna escayolada, a lo cual mi madre contestaría que no podía caminar.
Cuando yo era pequeña viví de ocupa.
Solo recuerdo una fuerte discusión, tras lo cual mi madre anunció que nos íbamos de casa. Solo había un pequeño detalle, y es que no teníamos a dónde ir, pero eso no era un problema porque vivir en la nada te recompensa con michas casas abandonadas!
Las había de todos los colores a lo largo de aquel camino que había recorrido innumerables veces, pero elegimos una cuya existencia no conocía, alejada del camino. Los matojos del jardín me llegaban a la cintura, pero no salí mucho durante nuestra corta estancia.
Fue una experiencia muy rústica, sin luz en la noche ni gas para cocinar, y la casa era preciosa. No recuerdo muy bien en qué ocupé mi tiempo, porque mi absurda memoria reniega a recordar gran parte de mi infancia, a saber por qué! Solo recuerdo equiparme con los patines que me había llevado para pasar el rato y tratar de patinar en aquella eminúscula estancia, actividad de la que me aburrí en breve porque apenas podía dar dos pasos y ya tenía que dar la vuelta. Es posible que lleváramos una radio a pilas para hacer la existencia más amena, y por eso cada vez que escucho una emisora de radio me entran ganas de llor.... reír! Ganas de reír por las emocionantes experiencias que me recuerda escuchar a un locutor desconocido sonar por un cochambroso altavoz, la radio me ha acompañado a lo largo de las mejores épocas de mi vida y por eso adoro escucharla!
También intentamos vivir en una casa más moderna pero algún entrometido nos vió abrir la puerta y unos señores uniformados hicieron acto de presencia y reprendieron a mi hermano y mi madre. Demasiado tarde, realmente, porque ya habíamos encontrado los tesoros que yacían en el lugar y me llevé para casa algunos juguetes muy chulos
Y también intentamos vivir en el piso que le sobraba a mi tía, en plena ciudad, y me pareció una gran experiencia, porque yo solo conocía la solitaria experiencia de vivir en el campo con 4 vecinos mal contados.
Cuando era pequeña aprendí a sobrevivir al más puro estilo hombre de las cavernas! Salvo la parte de la caza, porque a pesar de vivir en el campo no había demasiados animales que cazar y mucho menos contaba yo con algo afilado para acabar con su vida...
Y es que nuestra parte del sueldo se acababa muy pronto y como mi progenitor no cedía ni era especialmente generoso tocaba subsistir con lo mínimo. Así que si quería merendar siempre podía echar mano de aquel único árbol del jardín que daba unas frutitas del tamaño de un pulgar, que parecían manzanas, pero obviamente no lo eran.
Cuando yo era pequeña corría muchas carreras a las casas de los vecinos.
Hacía carreras de obstáculos, saltando la altísima puerta del jardín (Dos veces mi altura) tan rápido como podía para llegar rauda al timbre de la vecina cuyo papá era policía.
Y ellos llamaban a la gente uniformada que nos había reprendido por entrar en casas ajenas. Pero cuando llegaban la persona que buscaban ya había huído, así que nos llevaban en su coche al médico o a comisaría. Llegaron a enseñarme su pistola, los niños de las series siempre se emocionan cuando la ven, pero a mí me pareció un cacharro de metal sin importancia. Eran gente amable y me invitaron a chocolate, pero yo no me atreví a darles las gracias, así que cuando mi madre preguntó si las había dado mentí. Y me sentí muy mal. Pero me sentía peor cuando llegábamos a casa y los hombres uniformados se marchaban.