Soy un dendrólatra redomado, Dansaire (como casi todos los norteños)
De ahí que mi símbolo preferido sea el árbol.
Está firmemente arraigado a la tierra y, al mismo tiempo, sus ramas aspiran al cielo.
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Una de las extrañas razones por las que Oriente no ha acabado jamás de cautivarme del todo es que su símbolo más característico, el círculo, me aterra. No sé por qué, no podría decírtelo...
Hay algo orgulloso, algo que se cierra dentro de sí, en un círculo; y, al mismo tiempo, algo que vuelve sobre sí mismo una y otra vez, una y otra vez, como la obsesión de un majareta.
¡Uf!, sólo de pensarlo, me angustio.
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En cambio, en la cruz cristiana hay algo que se abre a los cuatro vientos, que abraza todos los infinitos y que, mágicamente, nace de una misteriosa contradicción central (contradicción que quizás jamás entenderemos).
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Por suerte para mí y para ti, Dansaire, hay un símbolo híbrido, el árbol, que reúne en sí a Oriente y a Occidente.
Pues bien puede decirse que ese árbol del Retiro bajo el que hablamos hará ya más de un mes semejaba una cruz: como ella, abría sus brazos en todas las direcciones, hacia arriba y hacia abajo, a diestra y a siniestra; y, asimismo, traía origen de una aspiración antitética entre tierra y cielo, entre raíces y ramas...
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Pero no es menos cierto también que ese árbol era comparable a un círculo: pues contenía en su alma el espíritu orbicular, el eterno y sagrado círculo de las estaciones.
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Ahora entiendo por qué los árboles parecen tan calmosos, Dansaire...
¡Viven la paz de los que lo han asimilado todo!
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Los árboles son el único ser vivo al que, en verdad, envidio. Lo que daría yo por sentir una pizca de su paz, de su tranquilidad, de su imperturbable paciencia...
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Pues eso...
Un fuerte abrazo, Pablo (de árbol a árbol)