Yo, en cambio, Sigma, encuentro estas situaciones muy enternecedoras y, por qué no, terapéuticas.
Bueno, ahora mismo acabo de regresar del cine. He visionado Lincoln. La película en sí me ha parecido una mierda (demasiado soporífera y panfletaria), pero la experiencia global ha sido extática. Me explico: yo, al salir de la sala de cine, en un destello de extroversión inédito, he entablado conversación con un empleado de aquel cine para gafapastas que ha convulsionado los pilares de mi orientación sexual. Le pregunté por su nacionalidad. Le entregué una carta abierta y sincera, explicándole que mi sueño, consistente en viajar a una latitud gélida y cavar allí un hoyo para siempre, estaba lejos de cumplirse. Me dijo gracias: su sonrisa incursionó por entre los tejidos de mi integridad psíquica. Después, valiéndome de este chute de inusitada sociabilidad, sometí a interrogatorio a la empleada de la taquilla. Le pregunté amablemente a qué se debía el hecho de que anunciaran una película cuya proyección no estaba, al parecer, programada para ninguna fecha en particular. La interpelada aclaró mis dudas con senda amabilidad. ¡Qué dulce, qué delicioso es paladear estos momentos efímeros de extroversión, en los que, en contraste con la normalidad, me vuelvo omnipotente, infinitamente bondadoso y compasivo!
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