Imaginaos la situación. Comida prenavideña del currele, de esas en las que la peña está de pie, tipo barbacoa. He de decir que estábamos todos invitados por norma, como todos los años, es decir, por orden interna vía circular. He de reseñar que mi puesto de trabajo es solitario (llueve sobre mojado) y no hace falta decir que nadie fue a recogerme ni quedó conmigo, simplemente fui porque sabía la hora y el lugar. Llego y veo una caterva de gente a mi alrededor, e intento aparentar que estoy integrado, picoteando condumio (o haciendo como si tal) y todo el rato con la cabeza agachada mirando las mesas.
La ansiedad me puede, pues no soporto que me vean dando vueltas como un autista. Ese ruido de la gente, esos decibelios del bullicio, me crean una sensación de desamparo difícil de describir. Es como un frío que me recorre el alma. De pronto me armo de valor y me atrevo a otear el horizonte. Mi objetivo es encontrar alguna persona que me caiga más o menos bien (o con la que haya hablado alguna vez, que a menudo es lo mismo), e intentar acercarme sin que parezca muy forzado (uno se cree que siempre le están observando). De ese modo estaré más mimetizado en toda esa farsa. Es fundamental que tus jefes te vean integrado y con una sonrisa en la boca.
Elijo la siguiente presa: el típico tío que por llevar barba blanca ya te crees que es un bonachón, con el que había interactuado alguna vez por motivos del propio curro. Al acercarme no se me ocurre otra cosa que preguntarle algo del trabajo (algo de unos pedidos, no recuerdo). Me miró de soslayo y con ademán serio, como pensando “tengo un filete de ternera en una mano y una cerveza en la otra, qué cojones me está preguntando este tío ahora”. Al final me respondió, como persona educada que es. Pero al primer ********** que llegó por detrás (interrumpiendo, por supuesto, ¡cómo no!), para decirle una gilipollez, éste se enganchó, y empezaron jiji, jaja, o sea, lo típico. Ese hombre probablemente no podía entender que yo sólo por el hecho de hablar con alguien ya era feliz, y eso era lo único que buscaba. Pero me estaba engañando a mí mismo. Lo que me hacía feliz no era el hecho de hablar, sino el hecho de cumplir el patrón de lo que significa ser normal.
¿Y qué tal si acercarme a un “desconocido visual” y preguntarle que a qué se dedica, que nunca hemos coincidido y tal y cual? Negativo. En esos contextos de mojama y vino sólo triunfa el compadreo asentado. Es decir, esas reuniones no sirven para conocer gente nueva, sino para que se formen grupúsculos o corrillos de gente que se conoce entre sí. Nada más. Y si por casualidad se me acerca alguien, lamento no ser capaz de hablar de nada a menos que me pregunten por algo en concreto. Es decir, las preguntas del tipo “¿Qué te cuentas?”, “¿Qué tal?”, “¿Y qué?”, y otras de similar jaez, me crispan. Y el interlocutor al percibir mi aparente pasividad me mira como catalogándome de perfecto **********. Aunque en realidad no es pasividad sino que me estrujo la gelatina craneal para hallar una respuesta. Sin lograrlo. Aunque es mejor quedarse callado que soltar alguna memez de las mías producto del deseo de “ser ingenioso” aderezadas con algún tartamudeo.
¿Y qué tal si me acerco a alguno de esos corrillos? Negativo. Cuando estoy con un grupo de gente semidesconocida que están inmersos en una conversación trivial no me suelo enterar absolutamente de nada y ven mi cara de pasta de boniato (porque no soy capaz de aportar nada) y es cuando más ridículo me siento. Hablan y hablan, ríen y ríen, pero no veo el hilo de la conversación por ningún lado. Fuerzo sonrisas. Después hago un poco el paripé con el móvil y me escaqueo, y hasta el año que viene. Y así año tras año.
Es triste que me haya tocado ser así, pero con el tiempo uno se da cuenta de que la gente tiene preocupaciones más importantes que el estar pendiente de ti, que no eres el ombligo de nada y que la muchedumbre no es tal muchedumbre sino un cúmulo de individuos que miran de forma individual y realmente no ven nada raro en ti. El único que no te acepta como eres eres tú.