Sabíamos que se llamaba Aitor. Sólo eso. Pero nunca habíamos visto su rostro. Sólo habíamos visto unas letras, supuestamente escritas por él, en una pantalla de ordenador, en el messenger. Nos había dicho que quedaría con nosotros en la estación de bus de Vitoria, a las 17.30. A esa hora, pues, estábamos allí, esperando a que Aitor apareciese.
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Eran ya las seis de la tarde. Esperábamos a uno, a Aitor, pero desesperados tras esa media hora de retraso, Auro, Fernando, Javier y yo empezamos a mirar a cada persona que teníamos en derredor, y ¿sabéis qué?: en cada una de ellas veíamos a Aitor, indefectiblemente. En el tío de la chaqueta de cuero con pinta de escuchar al Boss, en ese tío alto y tímido que deambulaba de un extremo a otro de la estación, en cada persona que se moviera por allí, vaya. Todos podían ser ese Aitor que, con tanta expectación, esperábamos. Es más, todos eran Aitor en nuestras mentes (en esas mentes nuestras que nunca lo habían visto, pero que aún así, lo aguardaban). Nos decíamos uno al otro cómo sería, y cada uno nos lo imaginábamos de un modo distinto. Auro así, yo, asá, Fernando tenía su imagen y Javier también, pero no coincidían. Nos inventamos infinidad de Aitores, y hasta imaginamos sus posibles vidas, a qué se dedicarían, cómo serían, qué buscarían en nosotros...
Nunca le habíamos visto.
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A eso de las 18.30, de repente, un tipo alto, delgado, con pinta de no haberse hecho la barba en tres o cuatro días, apareció en la estación, sonriente. Miró hacia un lado, miró hacia el otro (y no vio a nadie... no, esto es otra canción. coño); quiero decir que se acercó a nuestro corrillo y nos dijo, con voz firme: “Hola, soy Aitor, el que esperábais”.
Lo dijo como probablemente lo dijera Jesús, hará dos mil años, allí en Tierra Santa: “Hola, soy Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios”.
Como quien no dice nada...
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Hasta entonces, no habíamos visto su rostro.
No sé si entendéis la diferencia. Es algo parecido a la diferencia existente entre contar historias de aparecidos y ver a un aparecido. Entre contar historias de Aitor y suponer que puede estar tras cualquier persona de aquella estación, tras todas, y ver a un ser (a un solo ser, en cuerpo y alma) diciéndonos: “Hola, soy Aitor, el que esperabais”.
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Fernando, para que veáis, me ha dicho ayer que él aún no está seguro de que ese tío con el que quedamos cada fin de semana y que nos sonríe con boca de Emilio Aragón sea en verdad Aitor, el Aitor que nos habló por el messenger.
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Y, por supuesto, sigue viendo miles de Aitores, en cada persona que pasa...
(Mi biografía, capítulo XII -¿Por qué soy monoteísta?-, páginas 137-139)