La noche estira mis pensamientos para alcanzarme. Primero, el azul quebradizo de mi frente. Después vagas reconstrucciones de los veranos que aún recuerdo. Finalmente, las tempranas caidas de la luz a la orilla de un cuerpo que abrazaba.
He visto libélulas que abrían los primeros pasos del alba. Las he visto junto al agua que dejan los rostros habitables y conocidos. Silenciosas teclas en el aire daban cobijo a las estrellas. Pidiendo nada o la música del día, como la impenetrable humildad de la arena, como nuestra propia vida.
Siguen avanzando, de vez en cuando amándome y de vez en cuando bailando, salamanquesas huecas y rápidas sobre la cal iluminada. Su vital y nerviosa llama las hace pequeñas y posibles. Cantan también los grillos que no tienen sueño y las farolas antiguas. Cantan en un corazón, en una hoguera, humana y transparente, como una voz ya casi extinguida y honda.
Nunca perderé mis recuerdos ni las chispas gigantes que un día encendieron las cosas que amo. Nunca perderé la germinal nostalgia ni la querencia que crece cuando algo vale la pena. Ni los labios que como una despedida me dejaron ser inmortal en una playa sin bordes.
Aunque la noche ya no me pida cuentas ni recuerde como fueron las noches de San Juan, aunque nunca vuelva a ser el que era entonces.