Después estuve tan triste que llovió. Un soberbio sol erigido en el cenit desacompasado del ritmo de mi alma, me daba de lleno en la cara inundándome con su fuego. Busque refugio en la calma obscura de un nido creado entre mis brazos apoyados sobre una mesa. Guarde mi nicho de pesares y tormentos en esa calma tibia sobre una mesa de madera. Dormitaba mientras caía en el abismo del vértice de mi ser cuando la lucidez me ataco de manera despiadada: nunca podré salirme de mi mismo estoy condenado a mi mismo. La claustrofobia me sacudió, el encierro era inevitable donde correr si no hay otro lugar que yo. Levante la cabeza en reflejo de huida, entonces vi extenderse sobre todo el paisaje: la gran jaula de cielo. Tampoco puedo escapar del cielo que me cubre por siempre dondequiera que me encuentre. El sol había sido burlado, la atmosfera estaba teñida con una hermosa tinta ocre, allá en la cúpula densas nubes de tormenta se desplazaban pesadamente como espesos venenos diluyéndose en la sangre. Y llovía con vehemencia al compás de mi tristeza.