A mi madre, a los vecinos, a los exnovios de mi progenitora, a los compañeros de instituto que tuve, a los de facultad que tengo. También odio a la gente que grita o hace ruido innecesariamente, a la gente que pone demasiado énfasis a cosas obvias, o simplemente a la gente que habla de cosas obvias. También a los que toman al resto de las personas por tontas, creyendo saber más. Odio también al que no es ambigüo, o al que cree tener principios inquebrantables. Odio a todos los que no se dan cuenta de que las perspectivas no son libres, sino guiadas, y que por ello el poco atractivo está destinado a obtener atractivo en su anfitrión o anfitriona pagando con otra moneda. Odio a los que no se merecen lo que tienen: ya sea de forma innata, o de forma adquirida, como el dinero multimillonario. Odio al que niega la veracidad de la afirmación de otra persona de forma tajante y desargumentada. Odio también esa parte de mí mismo que se deja llevar por la crueldad del vínculo entre unos referentes determinados y el placer. Odio al que no persigue sus metas. Odio al que se engaña. Odio al que no le da el euro que le sobra a una persona que hace lo que puede por comer y lo necesita más. Odio a los que hacen las leyes, a los que ven la televisión, a los que toman estupefacientes que alteran negativamente la conciencia o la salud. Odio a los que dicen que no tienen miedo a nada. Odio a muchísimas más personas.
No odio a los que mienten, ni a los que se suicidan
Tampoco odio a los que no les queda otra de hacer lo que hacen, por lo que, en parte, no odio a nadie.
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